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jueves, 3 de marzo de 2011

Juguete Roto

Cansada de luchar contra la enfermedad que padecía, Amparo Muñoz cerraba definitivamente los ojos a la vida cerca de la media noche del pasado domingo. Reinó en el universo de la belleza durante seis meses. Se había negado a ser manipulada por la organización y les devolvió el cetro y la corona. Y con ellos todas las prebendas de que goza la reina de la belleza universal. Era una mujer de carácter. Se bastaba a sí misma para salir adelante sin necesidad de vivir al dictado de quienes pretendían decidir por ella. Había sido Miss Costa del Sol y Miss España y sabía sobradamente de qué iba todo aquello.

Amparo Muñoz ha sido, sin duda alguna, la más bella entre las bellas a lo largo de la historia de este tipo de certámenes. La única Miss Universo española. Nadie le hizo sombra salvo ella misma. Aquel bellezón andaluz acabaría convertida en un juguete roto. Como lo fue Marilyn. Como lo han sido tantas y tantas mujeres pasto del cuché, del celuloide, de la letra impresa y del vinilo. Vivió demasiado a prisa a raíz de su primera separación matrimonial y esa velocidad de crucero en un mar de escándalos y de drogas le ha pasado factura a una edad en exceso temprana, 56 años, en la década de la madurez plena. Cincuenta y seis años de los que buena parte de ellos fueron un auténtico infierno.

La vida de los personajes públicos linda directamente con el infierno, el averno está a un paso de sus vidas, solo hay que darlo. Amparo lo dio. La de Amparo Muñoz, guapa entre las guapas, es la crónica de una muerte largamente anunciada. Empezó a morir en vida tras su marcha a México donde conoce a un pájaro de cuenta, de los muchos que rodean a mises y actrices, un chileno, de nombre Flavio Labarca que fue su perdición. Ni el cine ni la televisión lograron redimirla. De ella solo quedó, al final, cuando no queda nada, el recuerdo de aquellos años pasados en los infiernos. Ni su matrimonio con Patxi Andión, ni sus películas, más de cuarenta, con Pilar Miró, Carlos Saura, Jaime Chávarri o León de Aranoa, ni sus ganas de superar la enfermedad que le iba comiendo terreno a la vida, ni el libro de su vida que era algo así como su propia esquela funeraria. Al final, solo ha quedado en la memoria de todos el juguete roto que fue.

Tanta belleza para nada, para que la frescura del rostro que enamoró al universo acabara prematuramente deteriorada y con la mirada triste y perdida en el infinito como buscando la luz que un día reinó sobre las sombras que la persiguieron inmisericordemente.

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